Antes de morir, mi padre me enseñó los movimientos que sabía hacer con los dedos. Se trataba de movimientos para conseguir que una mujer llegase al orgasmo. Me dijo que no sabía si aquello me sería de utilidad, teniendo en cuenta que yo era una mujer, pero que eso era todo cuanto podía dejarme como dote. Yo sabía lo que quería decir. Quería decir herencia o legado, no dote. Se trataba de doce movimientos en total. Los hizo en mi mano como si fuera un lenguaje de signos. Casi todos eran movimientos de rapidez y presión combinados de diferentes maneras. Algunos consistían en una floritura tal, que nunca hubiera alcanzado a imaginármelos. Supuse que los aprendió cuando estuvo en el extranjero. Una inversión inesperada tanto en la rapidez como en la dirección. Unos dedos inmóviles se detienen por un momento y luego inician unas caricias largas y veloces que él llamaba «el despellejamiento». Me empeñaba en anotar cuanto me decía, pero él se burlaba y me preguntaba si iba a ponerme a repasar aquellas notas cuando llegase el momento de poner todo aquello en práctica. Lo recordarás, me aseguraba, y repetía aquellas caricias en la palma de mi mano con sus dedos sarmentosos. Parecía un masaje de mano. Estaba muy seguro de sí mismo. No podía imaginarme a mí misma haciendo esos movimientos con tanta seguridad como él. Vas a hacer a alguna mujer muy, pero que muy, feliz, me decía. Pero yo nunca había hecho demasiado feliz a nadie, jamás, y daba por sentado que tendría que recurrir a mi padre cuando llegase aquel momento. Pero él ya estaría muerto. Además, me imaginaba que esa mujer sería lesbiana y no estaría dispuesta a que él la tocase. Tendría que hacer los movimientos de los dedos por mí misma. Tendría que decidir cuándo estaría ella preparada para el sexto y séptimo movimientos. ¿Podría soportar aquella mujer la intensidad del momento de inmovilidad y rendirse luego a los rápidos placeres del despellejamiento? Tendría que aguzar el oído para averiguarlo. No tienes que guiarte por el sonido de su respiración, decía mi padre, sino por la humedad de la piel en la región lumbar. Aquel sudor es tu secreto emisario. Estará tan seca como una mojama, y apenas un segundo después estará... ¡como si Ciudad del Cabo se inundase! No esperes a estar segura o perderás el tren: sube y avanza, avanza, avanza.
Cada mañana, cuando intento motivarme con algo positivo, recuerdo a mi padre diciéndome aquello y siento un gran consuelo. Sé que algún día conoceré a alguien especial, tendré una hija y le enseñaré lo que mi padre me enseñó. No esperes a estar segura. Avanza, avanza, avanza.
en Nadie es más de aquí que tú, 2009